Hace varios meses que, sabiendo de mi afición por los vinos una conocida me recomendó el vino de casa de piedra, entonces no sabía que era mexicano y pasé por alto la recomendación, sin embargo, al encontrarlo en el Liverpool cercano a mi departamento no dudé en invertir más de mil pesos en él (luego supe que en otras tiendas podía adquirirlo por 900 pesos, pero, el problema de las personas que somos amantes de los vinos y no ganamos lo suficiente para pagarnos estos excesos, es que recurrimos casi cada fin de mes a las tarjetas departamentales).
Me lo llevé a casa ese sábado dispuesta a abrirlo en un ocasión especial, y que no sería, evidentemente, por la pelea entre Chavez Jr. y Canelo de esa noche.
Sin embargo, la visita de mis hermanos a mi departamento cambió todo. Antes de comenzar la pelea, el menor de ellos me leyó un ensayo (sin mencionar el nombre del autor) sobre el sentido de pertenencia que le damos la cosas a través de renombrarlas, habló de tacos de monedas y triglicéridos, una belleza que justo ahora no puedo reproducir porque el nivel de escritura de mi hermano ya rebasó el mío de comprensión, tanto, que al momento que terminó su lectura, sinceramente creí que se trataba de un ensayo de Villoro o de alguno de esos escritores que te dejan el sabor de: «¡ay guey, este tipo está cabrón». Pero cuando mi otro hermano me dijo: «Él lo escribió» señalando a la persona que estaba a mi lado, sentí como la piel se me ponía «chinita» y como de pronto se me desdibujaba la figura del hermano para dar paso a la de una persona que comienzas a admirar mucho.
En ese momento decidí abrir mi vino de piedra súper especial, porque sabía que había presenciado una metamorfosis que merecía ser celebrada. Cuando lo probé, su tesitura ahumada, leve acidez y olor fuerte a barrica que acarician el paladar, me harán evocar cada vez que lo tome, la trascendental lectura que ese día me compartió el más pequeño de mis hermanos.